Wednesday, October 31, 2007

LOS LIBERTADORES


Ignacio Ramonet*

En un magnífico díptico integrado por dos de los cuadros más célebres de
la pintura romántica española – el Dos de Mayo y el Tres de Mayo de 1808
– Goya rinde un potente homenaje a la patriótica revolución de los
madrileños y al universal amor por la libertad. Trágicos, enormes y
tenebrosos, estos cuadros ilustran también el comienzo de la cruel y
larga guerra de la independencia española contra las fuerzas de
ocupación de Napoleón.

Sucedía hace exactamente dos siglos. Y de rebote esta guerra de la
independencia (1808-1812) debía favorecer la iniciación de las luchas de
liberación en América Latina. Porque, ocupando España, derrocando al rey
Carlos IV, confinando a la familia real en Bayona y colocando en el
trono a su hermano José, Napoleón aisla al país de sus colonias
americanas administradas por Madrid desde hace tres siglos.

Pues bien esta ruptura de los vínculos administrativos va a alentar, en
una América española librada a sí misma, la formación de juntas
patrióticas que rechazan reconocer a las nuevas autoridades de ocupación
instaladas en Madrid. Haciéndolo imitan, en un primer momento, lo que se
ha generalizado en el conjunto de las provincias españolas en las que
florecen las juntas que, con la ayuda interesada de los ingleses
(Wellington mismo combate en España) organizan la devastadora guerra de
guerrillas contra las tropas napoleónicas.

En América, esas juntas que asumen la carga de gobernar territorios
inmensamente ricos y muchas veces tan vastos como diez veces la
metrópolis, van a cuestionarse muy pronto su dependencia colonial con
relación a España. Tanto más cuanto desde la segunda mitad del siglo
XVIII, los espíritus se agitan en un mundo conmocionado por los
progresos técnicos, las ideas del Iluminismo, la expansión de la
francmasonería y el comienzo de la revolución industrial. Algunos
espíritus se hallan igualmente fascinados por el ejemplo de las colonias
británicas de América del Norte que habían proclamado su independencia
en 1776, desafiando, bajo la conducción de George Washington, a la
poderosa Inglaterra con el propósito de establecer la primera democracia
moderna, sin corona, sin trono, ni rey.
Como la Francia de Luis XVI, se apresuró a enviar a La Fayette y a
Rochambeau en ayuda de los insurgentes americanos, así también la España
de Carlos III, envíó una expedición militar en ayuda de las fuerzas de
Washington, comandada por Bernardo de Gálvez, uno de cuyos principales
oficiales era nada menos que el venezolano Francisco de Miranda.

La vida de Miranda, llamado el “Precursor” es una de las más
apasionantes de su tiempo. Su fabuloso destino lo condujo a participar
de los tres acontecimientos políticos más importantes de su época: la
guerra de la independencia de los Estados Unidos, la Revolución francesa
y las guerras de independencia de América latina.

Luego de haber conocido personalmente a George Washington y de haberse
empapado de la lúcida filosofía de los Padres de la independencia
norteamericana, Miranda, profundamente convencido del ideario
republicano, llega a Paris en mayo de 1789 en vísperas de la Revolución
a la que se entrega en cuerpo y alma. En calidad de oficial, junto a
Dumouriez y a Kellerman, contribuye de manera decisiva a la victoria de
Valmy (1792). Napoleón lo nombra Mariscal de Francia.

Fortalecido por estas excepcionales experiencias, Miranda comienza a
pensar en liberar a América del Sur. Ya en ese momento, Haití había
logrado en 1804 su independencia, gracias a la genialidad de Toussaint
Louverture y de Jean Jacques Dessalines, A partir de 1806 Miranda trata
de desembarcar en Venezuela para emprender su liberación. Fracasa. Pero
ha dejado plantada la semilla de la libertad. Y cuando España se
encuentra ocupada por Napoleón y aislada de sus colonias, las juntas que
se habían formado en América del Sur, al principio por lealtad a Madrid,
van a estar integradas en parte por fervientes partidarios de la
independencia.

En Venezuela, Simón Bolívar es precisamente uno de ellos. Ya en 1805,
había jurado, con fervor patriótico, en el Monte Sacro de Roma luchar
por la emancipación suramericana. Como joven oficial había vivido en el
París revolucionario y asistido en la catedral de Notre Dame a la
coronación de Napoleón I. De regreso a América forma parte de la junta
de Caracas que desde 1810 se convierte en la primera colonia española
que reclama su independencia.

Ese año se convierte en el año de la insurrección generalizada. En México
desde el atrio de su iglesia de Dolores el cura Hidalgo lanza un grito:
“¡Viva la independencia!” que va a levantar a toda la América española.
Ya nada detiene el movimiento de liberación lanzado por Bolívar. Juntas
revolucionarias se constituyen en Buenos Aires y en Lima mientras que
los levantamientos populares se multiplican en Ecuador, Chile, Paraguay
y Uruguay.

Nutridos por el espíritu de 1789, gigantes de la libertad como José de
San Martín en Argentina, Bernardo O’Higgins en Chile y José Artigas en
Uruguay concluyen en el sur lo que Simón Bolívar y Antonio José de Sucre
habían comenzado en el norte. En 1830 ya eran libres todas las colonias
españolas excepto Cuba y Puerto Rico.

Libres de España pero no de las oligarquías criollas locales que
rápidamente por temor a sus poblaciones mestizas de indígenas y negros,
van a entregar las riquezas de sus países a las potencias del momento:
Gran Bretaña en el siglo XIX y los Estados Unidos en el XX. Será
necesario entonces emprender una segunda liberación como la que
comienzan en México en 1910 Pancho Villa y Emiliano Zapata encabezando
la revolución de los pobres. Y que proseguirán entre otros, en
Nicaragua, con Augusto César Sandino el “general de los hombres libres”
y con Luis Carlos Prestes el “caballero de la esperanza” en Brasil.

Llegarán luego siguiendo esa misma línea política: Fidel Castro en Cuba,
el Che Guevara en Bolivia, Omar Torrijos en Panamá, el general Velazco
Alvarado en el Perú, el cura guerrillero Camilo Torres en Colombia, Raúl
Sendic y los Tupamaros en Uruguay, Salvador Allende en Chile y los
sandinistas en Nicaragua.

En los años 90 la llama de los Libertadores vuelve a ser enarbolada por
el Subcomandante Marcos en Chiapas y por el presidente Hugo Chávez en
Venezuela, quién reivindica su directa filiación con Bolívar.
Impregnados por este nuevo espíritu, otros dirigentes democráticamente
elegidos siguen este impulso: Néstor Kirchner en Argentina, Luiz Inacio
(Lula) Da Silva en Brasil, Tabaré Vazquez en Uruguay, Martín Torrijos en
Panamá, René Preval en Haití. Michelle Bachelet en Chile, Daniel Ortega
en Nicaragua y Rafael Correa en Ecuador. Mientras se aproximan las
celebraciones del bicentenario de la emancipación de América latina,
esta nueva generación de hombres y de mujeres políticos proclaman su
voluntad de continuar la obra, siempre inconclusa, de los Libertadores.
*Director de Le Monde Diplomatique
Traducción Susana Merin

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