Friday, February 01, 2013

Entrevista a Enric Valero



Entrevista a Enric Valero, activista social y coordinador de cursos de Agricultura Ecológica y Cooperativismo
“No hay que esperar a la revolución para las pequeñas iniciativas de economía social”



Cuando el sistema cierra las todas las puertas, la gente se ve forzada a buscar respiraderos para sobrevivir. De ahí la constitución de asambleas de parados, cooperativas y todo tipo de iniciativas de economía social. Enric Valero coordina los cursos de Agricultura Ecológica y Cooperativismo de las asambleas de parados de Paterna y Montcada, en la provincia de Valencia. Lleva, además, más de 40 años en el activismo social.
Enric Valero participó en la lucha antifranquista, fue uno de los promotores de CCOO del País Valencià (a finales de los 60 y en los 70) y militó en el Moviment Comunista (MC). También se enroló en los 70 en la pionera Assemblea d’Aturats de l’Horta. Áños después, contribuyó a la fundación de Ca Revolta, centro de actividades de calado sociopolítico y cultural en Valencia, de la que hoy es coordinador.
El capitalismo está en crisis. El estado español roza los 6 millones de parados. ¿Qué hacer?
Estoy convencido de que tenemos una gran oportunidad. Hay mucha gente que en otro momento nunca se plantearía opciones de economía alternativa, porque resulta más cómodo trabajar en una empresa privada. Personalmente, las luchas reivindicativas me parecen muy bien, pero si los parados se juntan y organizan pueden ofrecer respuestas concretas a la situación que padecemos. Hemos de aprovechar la coyuntura para promover una economía solidaria, inclusiva y que no sólo piense en el dinero, en la maximización del beneficio. La rentabilidad hay que medirla en otros términos: la calidad de vida de las personas, el respeto por el medio ambiente y la sostenibilidad a largo plazo.
¿Existen referentes claros o ejemplos de la economía social que describes?
Pienso, sobre todo, en el tercer mundo. No han perdido el sentido comunitario que hace falta para la construcción de una sociedad alternativa. Pero hay numerosos ejemplos próximos. No hay más que mirar a Cataluña. En Euskadi, la mayoría de los productores de agricultura ecológica se encuentran organizados y cuentan con canales muy sólidos de distribución de alimentos. Incluso han constituido una red de consumidores de productos ecológicos. Por lo demás, estas iniciativas de economía social están muy desarrolladas en Francia y Alemania. Lo mismo ocurre en Italia, donde cuentan con una legislación de apoyo a las cooperativas. Se trata de un sector en crecimiento durante los últimos años y que ni mucho menos se limita a la agricultura ecológica: existen iniciativas para el trabajo de imprenta, la construcción de viviendas o la fabricación de muebles con madera reciclada, entre otros muchísimos ejemplos.
¿Cuál consideras que sería el modelo idóneo? ¿Las cooperativas?
Creo que no existen ideales fijos ni un solo modelo. Además, los fines de las iniciativas de economía social pueden ser muy diversos, y eso depende del momento y de las circunstancias. Ahora bien, los valores sí deben estar claros. Que no se explote a los trabajadores, ni se destruya el medio ambiente y, además, que los productos sean de calidad. Lo primero, en todo caso, es conocer los saberes de la gente que pone en marcha la iniciativa. Todos sabemos hacer cosas y todos somos útiles. No existen los maestros imprescindibles.
¿Y a continuación?
En función de los conocimientos de la gente que se organiza, y de las necesidades, hay que observar lo que ocurre en el entorno. Por ejemplo, en un municipio con huerta abandonada alrededor, y donde los productos alimenticios son habitualmente de poca calidad, éste sería un campo de actuación. Luego hay que buscar los medios de financiación. También hay otro punto decisivo. Hemos de apostar por la producción artesanal y de calidad. Por iniciativas que perduren en el tiempo. Se ha de aspirar a un salario justo y ofrecer un buen servicio, no a maximizar el beneficio, como ocurre en el capitalismo.
Hablas de proyectos a largo plazo, pero ¿Cómo garantizar la financiación?
Resulta esencial la financiación pública de las iniciativas. Por mi experiencia, para que los ayuntamientos aporten recursos, hay que luchar mucho. Las asambleas de parados de Montcada y Paterna han obtenido financiación tras “encierros” en los consistorios. Hay que considerar, además, que la Administración se gasta mucho dinero en cursos de formación que no sirven para nada. Ni siquiera han cambiado los temarios a raíz de la crisis. Por el contrario, las asambleas de parados piden muy poca financiación. Y, en sus proyectos, la gente trabaja mientras se forma. Directamente se genera empleo. Pero también hemos de explorar otras vías como el micromecenazgo.
¿Han de ser rentables las iniciativas de economía social?
Rentables y sostenibles a largo plazo, pero alejadas de la obsesión capitalista por maximizar el beneficio. Cuando se le pide dinero a la Administración, ha de ser presentando proyectos serios y viables. Ahora bien, ayuntamientos y gobiernos autonómicos funcionan con las inercias de dar el dinero a sus clientelas. Por eso, siempre verán con recelo las iniciativas de economía social. Y, por eso, hemos de considerar siempre los mecanismos de presión.
¿Cómo funcionan las dos experiencias concretas en las que participas?
Se trata de dos cooperativas, en Paterna y Montcada, de agricultura ecológica y bioconstrucción en caña, que impulsan las asambleas de parados de estos municipios. Consisten, básicamente, en cursos de formación que duran dos o tres años. Pero mientras los trabajadores aprenden, trabajan. Se trata de cursos útiles y prácticos. Dedicamos tiempo a la producción y comercialización de productos ecológicos, pero también a la divulgación (por ejemplo, con pequeños huertos escolares en colegios). El primer paso consiste en aprender el oficio. Y preparar las tierras, poner en marcha los campos para empezar a hacer algunas ventas. Se adquieren conocimientos de todas las fases del cultivo y a trabajar con todos los productos, también a hacer abono orgánico. Y se contacta con granjas y puntos de distribución. También hemos propuesto al Ayuntamiento que disponga un “banco de tierras”, con el fin de poner en cultivo –mediante acuerdos con los propietarios- tierras abandonadas. Finalizada la fase formativa, la cooperativa ya debe dar dinero para que la gente pueda vivir.
¿Tiene viabilidad la agricultura ecológica?
Su potencial es cada vez mayor. Entre otras razones, porque los cultivos no ecológicos resultan cada vez menos rentables. De hecho, es imposible competir con las grandes explotaciones de África y Latinoamérica, que venden a precios muy bajos (por el uso de mano de obra muy barata) y sin reparar en la calidad de los productos. Por lo demás, la viabilidad de la agricultura ecológica responde a que la gente se inclina cada vez más por la alimentación saludable y de calidad. Pero, ojo, hay que pagar estos productos por lo que valen.
¿Qué valores han de impregnar estas iniciativas?
Valores antagónicos a los del capitalismo, que únicamente nos propone agresividad, competitividad y descontrol cultural, social y ambiental. La alternativa ha de partir de una economía solidaria y que reparta los beneficios. También, que la gente se empodere de su destino y no, como ocurre hoy, que una elite tenga el control de la economía y de la sociedad. En definitiva, se trata de fomentar una economía democrática y participativa, que respete la autonomía del individuo y asimismo piense en la comunidad.
Por último, ¿Qué haría falta para arrancar con un proyecto?
Que se junte un grupo de gente. A partir de ahí, seguro que surgen ideas. Todo el mundo tiene algo que aportar y, en el entorno, siempre hay cosas que hacen falta. O cosas que se rechazan y podrían reciclarse. Y sumar conocimientos, por ejemplo, mediante sinergias con la universidad, porque la formación y la investigación resultan decisivas. La gran conclusión es que no hemos de esperar a la revolución para empezar con pequeñas iniciativas de economía social. Hay mucho que podemos hacer ya.

Hermandades y corrupción



Colectivo Novecento


Hoy al Partido Popular se le exige que abandone el gobierno por un caso de corrupción que afecta de lleno a toda su cúpula, incluido al presidente. Ayer era la federación bipartita que gobierna Cataluña la que tenía grandes problemas con comisiones y cuentas suizas. Y el principal partido de la oposición, todavía con un largo historial a cuestas, no logra quedar exento de dificultades. Es preciso no generalizar y decir bien alto que otros partidos no se han corrompido a esos niveles. Que hay representantes, de unos y de otros, que se preocupan por mantener los vínculos democráticos con la ciudadanía. Sin embargo da miedo pensar que los partidos más acosados por la corrupción son, casualmente, los que han tocado poder.

Lo que quiero indicar aquí, partiendo de un modelo que hunde sus raíces en la Grecia antigua, es que los partidos de nuestro país funcionan como hermandades. Con las distinciones de intensidad ya indicadas. Esto nos permitirá comprender mucho mejor sus reacciones, previstas ayer casi al milímetro en el caso del PP por analistas como Carlos E. Cué (“reaccionarán como una piña”) o Isaac Rosa (“lo negarán todo”). Es el funcionamiento esencial de los partidos, por tanto, lo que se debe cambiar.

La némesis de la hermandad es la amistad, de ahí que la comparación entre ambas pueda iluminar mejor estas cuestiones. La amistad —como explican Aristóteles o Cicerón entre los clásicos, y Hannah Arendt, Jacques Derrida o Emilio Lledó entre los contemporáneos— permite vínculos selectivos y libres entre individuos. Su cultivo, como el de la democracia, depende del día a día; entre sus condicionantes está el que tu amigo no cometa lo que consideras una grave injusticia. La hermandad, por el contrario, se sustenta en vínculos de sangre inquebrantables; es por ello que si un hermano comete una injusticia, se silencia o se le apoya sin fisuras.

La amistad permite la diferencia; es más, la celebra, por lo que difícilmente surgirá a su alrededor una organización repleta de temores y silencios. Si mi amigo difiere en mi posición en algún punto, la doctrina clásica establece que el que pueda manifestarla y actuar conforme a ella engrandece nuestra confianza, nuestro entendimiento y nuestra libertad. La lealtad, al contrario que la fidelidad perruna, ofrece un apoyo sólido a la vez que permite un espacio para diferenciarse y no obedecer sin pensar. Es por ello que si mi amigo pretende incendiar el Senado, declara el republicano Cicerón, por muy leal que le sea no lo seguiré; es más, trataré de impedírselo o lo denunciaré. La ruptura de la amistad también es libre.

La hermandad sin embargo se basa en criterios tan ajenos a la libre elección como el sanguíneo. En ella se rinde culto a la homogeneidad y la obediencia. En una hermandad se promete el calor de un grupo cerrado donde —como en un escuadrón ante la batalla— “militar” supone  abandonar la fría soledad moderna. Se marcha y se canta conjuntamente; la movilización es perpetua, se repudia al traidor que no repite bien la letra y se busca desesperadamente al enemigo. Tras el líder paternal —que, como todo ídolo, si cae es reemplazado enseguida por otro— solo hay jerarquías de hermanos mayores escalonados a los que obedecer entre soterradas pugnas por el delfinato. Y aquí hablamos de los puestos directivos del partido, tan desconectados del resto de seguidores como las estrellas de rock lo están de sus fans en un estadio. Siguiendo el modelo fraterno, los cuadros dirigentes de los partidos tratan de hablar con una sola voz, persiguen el disenso interno y defienden hasta la evidencia a cada culpable de una injusticia entre sus filas.

Desde tiempos inmemoriales las hermandades han sido un modelo de agrupamiento político entre los seres humanos. Los llamados tiempos heroicos, tan bien narrados por Homero, estaban dominados por fratrías (hermandades) de nobles varones que tenían derechos políticos exclusivos. Tierra, sangre y religión se unían en ellos: dominaban amplios latifundios, estaban ligados por un mismo linaje y solo ellos tenían funciones sacerdotales.

Ya en el siglo dieciocho, algunos ilustrados del Sur de Europa como Giambattista Vico, disconformes con el rumbo que tomaba la moderna construcción europea, criticaron el retorno de este modelo fraterno a los nuevos Estados-nación: se era ciudadano por razón de tierra, sangre y (extraoficialmente, en una secularización fallida) religión. El ius soli y el ius sanguini se marcaron a fuego en nuestros códigos civiles, mientras la matriz cristiana de Europa todavía la discuten sabios de la Unión Europea que se oponen al ingreso de los infieles turcos. Por eso tenemos Centros de Internamiento para Extranjeros que no son ciudadanos, por eso hay redadas xenófobas y deportamos.

Finalmente el modelo fraterno, tan unitario para los de dentro, tan exclusivo para los de fuera, se hizo puro en los movimientos totalitarios de la primera mitad del siglo veinte. Su influencia permeó sobre el resto de partidos de masas, entonces en expansión. El contigo o contra mí, las purgas y el terror al disenso interno, las rígidas jerarquías, el esquema de líderes idolatrados frente a seguidores, marcaron en diversos grados a unos y otros. El dogma o la marca religiosa se sustituía por la ideológica; la tierra se diluía en lo nacional mientras el componente sanguíneo se reforzaba: los militantes eran como hermanos de sangre. No había hueco para aquella amistad política que clásicos y humanistas tanto habían defendido. Con razón los espíritus más libres de aquel tiempo fueron asociados a la disidencia.

El modelo de partido imperante, que copian los sindicatos mayoritarios y otros grupos de poder en nuestras instituciones públicas, bebe de esas fuentes. Debe por tanto cambiar. En otros países se dieron cuenta de ello, y ciertas medidas han tratado de atemperar un modelo que sepulta el debate y la libertad interna. En España, sin embargo, todo se ha ido haciendo cada vez más cerrado, más jerárquico, más silencioso. Funciona la omertà. Incluso el partido más revolucionario, de plegarse al medio ambiente y replicar este modo de funcionamiento, antes o después se verá un día tapando algún escándalo de su dirección.

¿Será capaz una futura unión de izquierdas en este país, animada por las demandas ciudadanas, dar con la tecla para organizarse de un modo plural y democrático? ¿Calaría el ejemplo? ¿Seremos capaces de cultivar la amistad política, de respetar la libertad de cada cual y el respeto a lo que consideremos justo una vez nos agrupemos políticamente?

Hoy estamos todavía lejos de estas expectativas; unos más que otros. Por eso el Partido Popular, como la más férrea de las hermandades, trata de cerrar filas y que nadie repita mal la letra, que nadie se exprese en libertad para decir la verdad. Como los viejos mantras ideológicos de los más fanáticos, los argumentarios partidistas se alejan de la realidad. El que se atreva a murmurar que el emperador está desnudo quedará manchado, se le perseguirá por disidente. Pero las grietas son múltiples y ya hay quien se desmarca, las evidencias pronto darán lugar al juego de los ídolos caídos, de los traidores, de las nuevas fidelidades. Las sectas y las mafias son modelos extremos de hermandad. También las fraternidades estudiantiles, o las propias hermandades religiosas armadas sobre las que tanto sabemos en España. De todos ellos se pueden extraer lecciones para comprender lo incomprensible: que el Partido Popular no pida disculpas, que no destituya a su dirección para, acto seguido, reorganizar de un modo honesto a la derecha de este país.

Mariano Rajoy debe dimitir, aunque en una democracia no tendríamos que esperar su decisión; los ciudadanos deberíamos tener mecanismos para destituirlo. Es preciso convocar así nuevas elecciones. Es más, los partidos políticos deberían facilitar un proceso constituyente donde su propia transformación esté incluida para ayudar a abrir el camino, esta vez sí, hacia la democracia.

http://colectivonovecento.org/2013/02/01/hermandades-y-corrupcion/